Necesidad de las ranas
Antes que un animal –algo hasta cierto punto inasequible para el limitado discernimiento humano–, la rana es una de las mejores posibilidades de la noche, entendida ésta no con las resonancias románticas del caso sino con la improbable pero cierta neutralidad de su evidente voluntad de escansión.
En la prodigiosa diástole de la oscuridad que sigue a cada día, la presencia de la rana es una pequeña diástole en sí misma, y lo es en los dos sentidos que esta palabra acepta en castellano: licencia poética que alarga la brevedad de una sílaba, movimiento del corazón y las arterias cuando la sangre los penetra.
También la modesta rana contribuye a ese ensanchamiento de lo viviente y a esa prolongación elegantemente forzada de lo fugaz. Y lo hace con su canto, que se opone al optimismo caótico de los pájaros mañaneros y al empeño casi maquínico de las cigarras en su afán de glosar la hora de la siesta.
El canto de la rana no es otra cosa que la afirmación, contrario sensu, de la materia del silencio nocturno y una suerte de expansión ciega de la conciencia del mundo que, cada noche, se dedica impasible a renovar la probabilidad más alta del día de mañana.
Desde luego, la rana no está sola en su cometido: la acompaña el trabajo de cristal en astilla de cada grillo en su porción de mundo, marcando con sus tiempos más dilatados los intervalos en que la rana debe acomodar su métrica de maderas cóncavas percutidas sin otro afán que el de la duración misma del ser.
Y, es sabido, una sola rana no hace la noche: ésta es producto de la innumerable multitud de ranas estratégicamente distribuidas en toda su extensión. La concurrencia de todas esas diástoles diminutas hace posible esa métrica continuamente perfeccionada y misteriosamente constante, y garantiza la imprescindible elongación de lo real en las horas sin luz.
El salto de la rana, su salida o regreso al estanque o la charca, no es producto de su ansiedad ni de ninguna otra necesidad subjetiva sino el modo en que el fenómeno físico del canto como contracara del silencio va corrigiendo sus desviaciones rítmicas, la calidad a veces variable de su timbre, la pérdida de su intensidad opaca, la inestabilidad imprevisible de su altura.
¿Por qué la rana entra y sale del agua? Porque el canto, respaldo del silencio trabajoso e imprescindible que es la noche, es cuestión de humedad. Está hecho de fluidos corpóreos, de precipitaciones, de agua que fluye o se aquieta para crear esa virtud sin remedio que es la inevitable diversidad.
Aníbal Piñeiro, Prosas breves y vanas (1938)
texto extraído da revista Las Rañas no.4
Antes que un animal –algo hasta cierto punto inasequible para el limitado discernimiento humano–, la rana es una de las mejores posibilidades de la noche, entendida ésta no con las resonancias románticas del caso sino con la improbable pero cierta neutralidad de su evidente voluntad de escansión.
En la prodigiosa diástole de la oscuridad que sigue a cada día, la presencia de la rana es una pequeña diástole en sí misma, y lo es en los dos sentidos que esta palabra acepta en castellano: licencia poética que alarga la brevedad de una sílaba, movimiento del corazón y las arterias cuando la sangre los penetra.
También la modesta rana contribuye a ese ensanchamiento de lo viviente y a esa prolongación elegantemente forzada de lo fugaz. Y lo hace con su canto, que se opone al optimismo caótico de los pájaros mañaneros y al empeño casi maquínico de las cigarras en su afán de glosar la hora de la siesta.
El canto de la rana no es otra cosa que la afirmación, contrario sensu, de la materia del silencio nocturno y una suerte de expansión ciega de la conciencia del mundo que, cada noche, se dedica impasible a renovar la probabilidad más alta del día de mañana.
Desde luego, la rana no está sola en su cometido: la acompaña el trabajo de cristal en astilla de cada grillo en su porción de mundo, marcando con sus tiempos más dilatados los intervalos en que la rana debe acomodar su métrica de maderas cóncavas percutidas sin otro afán que el de la duración misma del ser.
Y, es sabido, una sola rana no hace la noche: ésta es producto de la innumerable multitud de ranas estratégicamente distribuidas en toda su extensión. La concurrencia de todas esas diástoles diminutas hace posible esa métrica continuamente perfeccionada y misteriosamente constante, y garantiza la imprescindible elongación de lo real en las horas sin luz.
El salto de la rana, su salida o regreso al estanque o la charca, no es producto de su ansiedad ni de ninguna otra necesidad subjetiva sino el modo en que el fenómeno físico del canto como contracara del silencio va corrigiendo sus desviaciones rítmicas, la calidad a veces variable de su timbre, la pérdida de su intensidad opaca, la inestabilidad imprevisible de su altura.
¿Por qué la rana entra y sale del agua? Porque el canto, respaldo del silencio trabajoso e imprescindible que es la noche, es cuestión de humedad. Está hecho de fluidos corpóreos, de precipitaciones, de agua que fluye o se aquieta para crear esa virtud sin remedio que es la inevitable diversidad.
Aníbal Piñeiro, Prosas breves y vanas (1938)
texto extraído da revista Las Rañas no.4
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